The Grand Budapest Hotel (2014): otro swing audiovisual de Wes Anderson

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A menudo se dice que el cine está muerto, en el sentido de que la mayoría de los recursos y argumentos audiovisuales no están sólo trillados, sino violados. En este frenético mundo actual del séptimo arte se puede hacer todo el cine que se quiera, pero el más valioso casi siempre es el de autor.

Wes Anderson, director y guionista, es una clara muestra de esta forma de hacer cine, en el que las películas trascienden su objetivo como bien de consumo; aspiran a ser una expresión artística. Se aprecia que estamos frente a este cine de inmediato: cuando el director tiene un estilo propio.

Lo anterior, hace que películas como The Grand Budapest Hotel (2014) sean piezas audiovisuales de un valor exquisito ¿Cuántas películas románticas, de acción o –mal llamadas– comedias, hemos visto? Posiblemente, muchas (a veces, mezcladas entre sí). Este último film de Anderson no sólo contiene todos esos géneros, sino que los renueva.

La película cuenta la historia de un concierge (Ralph Fiennes) del Grand Budapest: el hotel que sirve como hilo conductor de la película, mostrado en su período de oro, en decadencia y luego, simple y llanamente, demacrado.

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Como es usual en el cine de Anderson, la vida del concierge y de los eventos acaecidos en el hotel, son contados por varios narradores (uno que relata a la audiencia lo que escribió en un libro inspirado por lo que le contó otra persona). Difícil de explicar, pero curiosamente fácil de entender al ver la cinta.

Los personajes son muchos, y si bien, a modo de remembranza, la historia se centra en el concierge, la misma película se “da cuenta” de que es imposible hacerlo sin arrastrar a los demás personajes-protagonistas, que son fabulosos en absoluto. Primero, los personajes tienen una caracterización profunda e inteligente. Segundo, interpretados por actores soberbios (las pequeñas intervenciones de Bill Murray y Harvey Keitel hacen pensar que sus cualidades serán imperecederas).

Aún así, todo eso no significaría demasiado sin ese swing que tiene Wes Anderson. Es decir, ese componente rítmico-cinematográfico y la facilidad de contar una historia simple (en el mensaje, pero complicada en la narrativa) te permite estar en constante tensión; no deja tiempo para descansar. Lo cual por ninguna razón es algo que deba considerarse como negativo, pues precisamente es uno de los grandes atractivos del film (y de la impronta de Anderson).

Aunque la película jamás debiera considerarse como fantasía, el mundo expuesto allí pareciera ser de ese aspecto. Probablemente, por los colores escogidos, las arabescas figuras, y la importante vestimenta, indumentaria y expresiones de los personajes.

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No es fantasía, pero tampoco es un entorno real (¿qué película lo es?): ciudad, pueblo, hotel e incluso, pinturas ficticias. Pero ojo: la vida no, el significado de la vida no es artificial, es más próximo a lo existente. En ese sentido, la película deja fluir bonitos sentimientos, que escapan muy rápidos (de nuevo, por el swing de Anderson).

¿Cómo hacer una película de amor, de acción o de drama, sin pasar por el beso cálido, por la brutal pelea o por el llanto falso? Anderson en The Grand Budapest Hotel, logra esa conexión con otros recursos, mucho más simples, y que parecen estar ocultos al espectador. Sólo cuando termina el film nos damos cuenta de que somos, en realidad, víctimas de quizá una añoranza bien planificada por Wes Anderson.

En resumen, es una película para experimentar: contiene escenas muy jocosas, y otras, de una irónica tristeza. En ese sentido, tiene partes con una enorme carga de sentimentalismo mudo, siempre envuelta en una realidad paradójicamente fantástica. No se aburrirán, pero tampoco puede que se sorprendan en demasía.