Antes que pierda el tinitus mental que todavía me queda de los conciertos del pasado Lollapalooza y antes que la experiencia en vivo se mezcle con las presentaciones de esas mismas bandas que me he puesto a ver en Internet (Vive Latino, Lollapalooza Argentina y Brasil) escribo la segunda crónica del festival 2015.

Kooks

Foto: Lotus Producciones

Día 1

Llegué temprano para dar unas vueltas reconociendo el sitio de los sucesos futuros hasta mis objetivos de la jornada: The Kooks, Smashing Pumpkins y Jack White.

A la hora prudente me acerco al VTR Stage para mi primer concierto del día, los británicos The Kooks, una banda que escuchaba en mis viajes a la universidad hace muchos años –fui una universitaria tardía, entré a los 21 y me quedé más de lo debido- pero que ya había dejado de seguir hace mucho también –me fui embalando en otras bandas-. Ellos siguen envejeciendo, igual que yo, pero ocurrió que el público que los esperaba era muy joven, lejos de mi treintena y la treintena de los músicos. ¿Será que su sonido sigue siendo para chicos universitarios? ¿Qué ocurre con esas bandas que tienen el síndrome Dorian Gray y nunca envejecen? Por lo menos Luke Pritchard y compañía, en el escenario, siguen pareciendo de veinte. Su energía es mucha. No, la energía del vocalista es mucha. Pero los niños del público me aprisionaron más de lo que imaginaba, extasiados por los singles pegajosos y bailables, así que arranqué hacia tierras menos salvajes. Con un dejo de nostalgia, eso sí. Ha pasado mucha agua bajo el puente y The Kooks no lo ha notado.

Haciendo la hora me voy a Foster The People. Los había escuchado ocho millones de veces en la radio. Y, si bien no son santo de mi devoción ni lo serán, me dejaron bastante contenta con su show en vivo. Suenan bien, Mark Foster parece el hombre orquesta y le resulta mucho mejor que a Farkas. Su fina voz siempre me ha recordado a Ezra Koening de Vampire Weekend, incluso la primera vez que escuché un disco de Foster pensé que era un proyecto paralelo, pero en vivo noté la diferencia (nota aparte, qué aburrida presentación la de los neoyorkinos Vampire Weekend el año pasado en el Lolla: decepción). No esperé que terminaran para volar a Smashing.

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Y llego a Billy Corgan, porque los Smashing Pumpkins no existen hace décadas. Bien Billy, estaba ahí por ti, porque jamás te había escuchado, porque con tu Mellon Collie and the Infinite Sadness mis oídos perdieron la virginidad a los 12 años. Esto era lo más cerca que iba a estar de una revancha, de un ajuste de cuentas.  Ahí también había niños, pero en hombros de padres que seguramente les había dicho que iban a ver a una de las bandas más importantes del rock alternativo. Sin embargo toda mi hiperventilación, me encontré con un ambiente sombrío. Corgan en el escenario era un personaje sacado de películas de Méliès como en su canción Tonight, Tonight, descontextualizado un poco, cansado, único sobreviviente de un sueño musical que se había hecho pedazos años atrás. ¿O acaso era yo la que no lo aceptaba envejecido? ¿Yo la que se negaba a contar los veinte años que habían pasado desde esa primera vez? Pero su voz estaba casi intacta. Cerraba los ojos y se producía el milagro. Nunca supe cómo sonaban los Smashing Pumpkins en vivo, pero por lo menos sí pude reconocer la voz nasal de Billy Corgan por encima de todos los acordes. Fue, finalmente, un viaje excéntrico a la luna o a un planeta invadido por zombies. Nunca están demás este tipo de viajes.

Con esos sentimientos encontrados, con esa rara melancolía salpicada de satisfacción y felicidad, me senté a esperar a Jack White.

Como ya escribí anteriormente, Jack en escena es todo un dios, un Zeus en el Olimpo rodeado de otros dioses, cada uno con su propio y malvado talento, todos ansiosos por demostrar al público el ilimitado poder que tienen frente a sus instrumentos. Al pasar las canciones me sentí más en un concierto de jazz que de rock: la destreza y el virtuosismo eran desbordantes. La fuerza de Jack White era esquizofrénica y no daba tregua entre canción y canción. Apenas paraban un poco y el silencio volvía por segundos al escenario, el público no se contenía gritando lo único que querían escuchar esa noche: el tarareo del riff de Seven Nation Army. ¿Escuchaba Jack White eso? ¿Le importaba? Yo  quería escuchar los temas de su último álbum solo, pero el single Lazaretto, ese que explota en el videoclip, fue tocado tan a la rápida y con tanta desidia que me sentí pasada a llevar. Con Would you fight for my love me reconcilié un poco, pero ni tanto. El espectáculo de Jack White era para entendidos, especialistas, fanáticos musicales. No para los que tarareaban.

Día 2

Está demás explicar el dolor que me causaba este día. El dolor que le causaba a miles: tener que elegir entre Kings of Leon e Interpol, dos bandas que, sin ser idénticas, congregan a un público similar. Por supuesto que habían fanáticos que no dudaron entre ver una u otra, pero también estábamos los melómanos que sufrimos intensamente por esa mala jugada de la organización y se pudo ver nuestra rabia en las redes sociales desde que salió el horario oficial. Pero qué más se podía hacer, solo tomar una decisión. Por dura que esta fuera.

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Foto: Lotus Producciones

Antes estaba Kasabian. ¡We made it, Chile! Gritaron los británicos cuando ya estaban instalados en el escenario después de un par de canciones, como si ni ellos mismos se lo creyeran. Lo que significaba que tenían muy presente la larga espera, con cancelación entre medio, que tuvimos que hacer los fans chilenos para verlos por fin en vivo. Yo era una de ellas, de las que comenzó bailando  Club Foot en la Blondie y se creyó el cuento del encapuchado post apocalíptico. De  las que alucinó con el, según yo, mejor disco de la banda, West Ryder Pauper Lunatic Asylum. El show que dieron ese día fue notable, por muchos catalogado como el mejor del festival. Creo que esa agitada idea se sostiene, más que nada, sobre la base de la energía sin límites que pusieron, haciendo lo que pocos grupos hacen: invocar constantemente al público, animarlo, hacerlo gritar, cantar, bailar, involucrarlo en la experiencia de un recital no como espectadores con un par de manos para aplaudir, sino como personas capaces de ser parte del juego. Esta sí fue una buena revancha. Como para repetir.

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Cansada, extasiada, feliz como muchos, me entregué a la espera de Interpol, mi opción para cerrar el Lollapalooza. Debía cruzar todo el Parque O’higgins para llegar al escenario alternativo, escondido, el tierral a donde habían relegado al, ahora, trío neoyorkino. ¿Por qué en Chile los confinaron a ese reducto mientras en Argentina o México los ubicaron en los escenarios principales? Independiente del motivo, los fanáticos íbamos a estar donde fuera para disfrutar del show, aunque nos pareciera una falta de respeto. A lo lejos Calvin Harris daba su propia pelea, mientras en el Acer Windows 8 nos apretujábamos cada vez más para poder sentir de cerca los sonidos que ansiábamos. Yo no quería ver nada por pantalla, los quería ver a ellos, aunque fuera estirando mi cuello, a esas alturas, muy contracturado, como el de muchos. Y los vi. Los vimos. Los oímos y volamos con su puesta en escena, sus visuales magníficas –hace rato no veía visuales tan buenas para un concierto, independientes y perfectas para cada canción-. En mi crónica anterior relaté también sobre Interpol, así que no voy a repetir las ideas. Lo último que quiero compartir es que, más que agradecida con una banda que hace bien su trabajo, por su oscura, sofisticada y contenida  propuesta musical, me sentí agradecida por los espectadores, fanáticos todos, coreando cada una de las canciones, bailando las más aceleradas. Por compartir con cientos de personas en la misma sintonía, emocionados por una banda delicada y personal que nos unía con frases tan deliciosas como “Say hello, say hello, to the angels”.